A veces me pregunto cómo fue que terminé en el lugar en el
que estoy ahora, vendiendo prendas maravillosas y descubriendo que mi verdadero
secreto para convencer a cada clienta reside en algo que me hace sentir plena.
Siempre quise trabajar en moda, desde que era una niña que se probaba a
escondidas la ropa de su madre, ajustando esos vestidos largos y caminando con
tacones aunque me quedaran enormes. Pero claro, ese pequeño juego inocente no
desapareció cuando crecí, al contrario, se volvió parte de mí de un modo que
jamás pude soltar. Era como si existiera una conexión profunda entre las telas
suaves, el encaje, la delicadeza de una falda con vuelo, y la persona que tanto
deseaba mostrarme al mundo. Sin embargo, me daba pavor que la gente descubriera
ese lado mío, así que lo guardaba en secreto mientras hacía carrera como
vendedora estrella en una boutique de renombre.
Mi rutina diaria en la tienda solía comenzar con un café
rápido y una sonrisa, siempre pendiente de los nuevos lanzamientos de
temporada. Lo que mis compañeros no sabían era que, detrás de esa actitud
confiada, había un ritual nocturno que amaba con locura. Cuando el local
cerraba y las luces se apagaban, me quedaba un rato más, supuestamente para
acomodar percheros y revisar el inventario del día. Pero en realidad, sacaba de
mi bolso un par de tacones color crema, un vestido ajustado y un pequeño
neceser de maquillaje. Me cambiaba en el probador más discreto, mirándome al
espejo con una mezcla de ilusión y nervios. A veces susurraba “omg, te ves
divina,” y me reía bajito, sintiendo que por fin podía ser yo, con mi cabello
suelto sobre los hombros y mi rostro resaltado por un delineado sutil. De
verdad, ese momento en que la cremallera se deslizaba y la tela se adaptaba a
mi cuerpo me hacía sentir en casa.
Cada vez que caminaba por los pasillos con las prendas, me
detenía a contemplar mi reflejo en los espejos grandes, imaginando cómo se
verían en la clienta perfecta. Luego giraba despacio sobre mis tacones,
evaluando la caída de la tela y la comodidad de los cortes. Era un juego, sí,
pero también mi técnica secreta para saber qué recomendar a cada persona.
Porque sentía en mi propia piel la suavidad de una blusa de seda o la firmeza
de un corsé con encajes. Algo así no lo podía experimentar ningún otro
vendedor, y creo que por eso mis cifras de ventas siempre fueron tan altas. Yo
sabía exactamente lo que se sentía llevar esas prendas, y lo transmitía con una
pasión que convencía a cualquiera.
Durante un tiempo, viví esa doble vida con relativa calma.
Mis compañeros me admiraban, pero a la vez me veían como alguien un poco
distante, porque nunca participaba en las charlas colectivas sobre la vida
personal. Ellos no entendían que yo no podía permitirme hablar de fiestas con
vestidos fabulosos si nadie me había visto con uno. Por supuesto, varias veces
tuve miedo de ser descubierta, sobre todo cuando sentía pasos cercanos al
probador o escuchaba el eco de una voz preguntándome si todavía quedaba algún
cliente en la tienda. Mi corazón latía a mil por hora y pensaba “por favor, que
no me vean con este vestido,” mientras me apresuraba a desabrocharme la
cremallera. Aun así, no podía renunciar a ese placer que me inspiraba cada
prenda.
Un día, sin embargo, todo cambió. La empresa contrató a una
nueva gerente para impulsar las ventas y hacer que la boutique tuviera más
presencia en redes sociales. Era una mujer con una mirada afilada y segura, y
en cuanto la vi me dije “ay, esta persona se va a enterar de todo, dear.” Me
daba la impresión de que nada se le escapaba, y mi instinto no estaba
equivocado. Se llamaba Natalia, y aunque en un principio pensé que sería una
jefa estricta y distante, pronto noté que tenía una sensibilidad especial para
captar los matices en el comportamiento de quienes la rodeaban. No tardó en
apreciar que yo vendía más que nadie y que, según sus propias palabras, parecía
“conocer las prendas desde dentro.” Yo me mordía el labio cuando decía eso,
sintiendo un leve escalofrío.
Con el paso de los días, Natalia empezó a trabajar hasta
tarde, revisando papeles y definiendo estrategias de marketing, mientras yo me
quedaba en mis actividades extras, que incluían, por supuesto, mi anhelado
momento de vestirme con las nuevas colecciones. Una noche, mientras yo sostenía
un vestido de noche espectacular en tono azul petróleo, me distraje admirándome
frente a un espejo de cuerpo entero. De verdad, estaba tan encantada con el
ajuste de la tela que perdí la noción del tiempo. Escuché un “disculpa” detrás
de mí y me giré con la respiración contenida. Era ella. Sin duda. Me descubrió
con el rostro maquillado y los tacones altos, abrazando esa prenda como si
fuera mi tesoro más preciado. Casi se me desmaya el alma de los nervios, y lo
único que atiné a decir fue algo así como “puedo explicarlo,” con la voz
temblorosa.
Para mi sorpresa, Natalia no se mostró horrorizada ni
enojada. Caminó con calma, me miró fijamente y me preguntó si llevaba mucho
tiempo probándome la ropa después del horario. Afirmé con la cabeza, rogando
que no me despidiera en ese mismo instante. Ella guardó silencio un segundo y
luego me soltó: “¿Sabes que esto podría ser una mina de oro para la tienda?”
Todavía con la falda midi acariciando mis muslos, traté de entender lo que
quería decir. Sentí un pequeño rayo de esperanza cuando sonrió y me comentó que
era evidente que mi forma de conocer la ropa era única. Me confesó que no
pensaba que estuviera mal, sino más bien al contrario, que tal vez podía darme
la oportunidad de compartir esa pasión con más personas.
Yo estaba en shock, dear, literalmente pasé de creer que me
quedaría sin trabajo a imaginar un escenario donde mi afición no fuera un
motivo de vergüenza. Le expliqué que desde niña me sentía a gusto usando ropa
considerada “femenina,” que me encantaban las texturas suaves, el aroma de un
perfume delicado y los detalles sutiles del maquillaje, y que eso me daba
seguridad para transmitir la magia de cada prenda a las clientas. Natalia me
escuchó con una atención que jamás había visto en un superior. Hasta me tocó el
hombro con gesto amable, y me dijo que no pensara que era rara, sino que tenía
un don especial para empatizar con cualquier persona que buscara un estilo
único.
Los días siguientes fueron muy curiosos. Cada vez que yo
cerraba la tienda y me quedaba a “experimentar,” Natalia se acercaba para tomar
notas y proponer ideas de marketing. Pensaba lanzar una campaña nueva para
atraer un público más diverso, y según ella, mi historia podría ser la clave.
Por supuesto, me daba terror exponerme a ese nivel, porque, omg, imagínate si
mi familia se enteraba que, más allá de vender vestidos, también los usaba y me
encantaba hacerlo. Sin embargo, la emoción de poder ser auténtica me superaba.
Cuando probaba una falda con encaje y ella me preguntaba cómo se sentía contra
la piel, yo cerraba los ojos un segundo y le describía la suavidad, la
sensación de feminidad, el cosquilleo al caminar. Natalia parecía fascinada con
mi espontaneidad. Me daba cuenta de que, poco a poco, formábamos un pequeño
equipo secreto que planeaba algo muy grande.
Mientras tanto, en la tienda surgían rumores. Mis compañeros
me notaban más segura, y algunos hasta me veían de reojo con cara de “¿qué
tramarán estos dos?” Hubo alguien, no diré su nombre, que empezó a difundir
comentarios malintencionados, sospechando que Natalia y yo teníamos un romance.
Nada más lejos de la realidad, pero me molestaba que la gente inventara cosas.
Pensaba: “Si supieran la verdad, se caerían de espaldas.” Pero no me podía
arriesgar a contarlo sin la luz verde de Natalia. Además, todavía temía
enfrentar los juicios de mucha gente, incluido mi entorno personal.
Al cabo de unas semanas, Natalia diseñó una campaña piloto
para redes sociales. La idea era mostrar a diferentes colaboradores de la
boutique modelando la ropa, con un enfoque inclusivo. Pero la piedra angular
del proyecto era mi participación, de una manera sutil al principio, sin
exponerme del todo. Hicimos unas fotos en las que solo se veían mis piernas con
un zapato de tacón y unos mensajes del tipo “vendemos ropa con el consejo más
cercano al corazón, porque la sentimos igual que tú.” Fue un éxito repentino,
atrayendo clientes curiosos y varios comentarios en línea de gente que decía
“qué propuesta más interesante.” Aun así, no faltaban los detractores, quienes
creían que era un golpe publicitario ridículo. Uno escribió que la boutique se
estaba “volviendo loca,” y que mezclar géneros en la moda era una tontería. Yo
me encogía de hombros con tristeza, porque duele leer esas cosas, pero Natalia
me animaba a mirar el lado positivo: estaba creciendo nuestra relevancia.
Con las semanas, el proyecto escaló. Incluso se pensó en
lanzar un pequeño video promocional, mostrando a cada vendedor hablando de su
prenda favorita. Cuando me tocó el turno, pensé: “¿De verdad voy a decir frente
a una cámara que disfruto vestir esto?” Me lo preguntaba con un hormigueo de
miedo en el pecho. Pero Natalia estaba firme, diciéndome que si lo hacía con
honestidad, la gente lo percibiría como una actitud fresca y diferente. Fue la
primera vez que salí oficialmente en pantalla con un vestido de la nueva
colección, obviamente con un maquillaje profesional que resaltaba mis ojos y
mis labios en un tono cereza suave. Mientras grababa, sentía el calor de los
reflectores en mi rostro y escuchaba las preguntas del director: “¿Por qué
crees que esta prenda es tan especial?” Yo sonreí y respondí con el corazón en
la mano, diciendo lo cómoda y fabulosa que me hacía sentir, como si cada
costura estuviese hecha para mi cuerpo. Dentro de mí, rogaba que la gente no me
devorara con críticas, pero tenía esa chispa de ilusión de que algo grande
podía pasar.
Efectivamente, el video se viralizó. Recibimos una lluvia de
reacciones en redes sociales, algunos incrédulos y otros admirados. Hubo
mensajes de personas trans, de hombres que confesaban que alguna vez se habían
probado un vestido por curiosidad, de mujeres que aplaudían la valentía de un
vendedor que no temía ponerse en su lugar literal y simbólicamente. Yo me
quedaba leyendo los comentarios con lágrimas en los ojos, sintiendo que, por
fin, estaba haciendo algo que podía beneficiar no solo a mi vida, sino también
a la comunidad que se identifica con la ropa más allá de las etiquetas de
género. No te voy a mentir, también leí palabras hirientes, insultos e incluso
amenazas. Es increíble cómo la gente puede odiar tanto algo que ni siquiera les
afecta personalmente. Pero Natalia me repetía que no me centrara en eso, que
mirara los miles de likes y comentarios positivos que inspiraban.
Nuestra popularidad subió tanto que la gerencia de la marca
a nivel nacional se fijó en nosotras. Nos invitaron a una reunión en la sede
principal, y allí fui con un atuendo formal, algo más neutro, pero con detalles
femeninos que me hacían sentir genuina. En esa sala de reuniones tan elegante,
presentamos las cifras de ventas y la respuesta del público. Hubo caras de
asombro y también de desaprobación. Un par de ejecutivos mayores preguntaron si
no teníamos miedo de dañar la imagen de la empresa, pero Natalia defendió
nuestro punto, argumentando que los tiempos cambiaban y que la autenticidad era
un valor en alza. Yo cerraba los puños bajo la mesa, rezando para que no nos
cortaran las alas. Al finalizar, un directivo dijo: “Proseguiremos con cautela,
pero veo potencial.” Esa sentencia me sonó a un sí disfrazado, y me alegró
muchísimo.
Mientras tanto, mi vida personal daba vuelcos. Mi familia
empezó a ver fragmentos de la campaña en internet y me llamó para pedirme
explicaciones. Sentía un nudo en la garganta mientras escuchaba a mi madre preguntar
si era cierto que me vestía de mujer. Fue un momento durísimo, porque mi padre
se puso al teléfono con un tono frío, sin comprender nada. Les conté con
cautela que estaba colaborando con la marca y que sí, disfrutaba mucho usando
esas prendas. Hubo un largo silencio y luego un “necesitamos tiempo,” que me
rompió el corazón. Entendí que no podía forzarlos a apoyarme, aunque me
doliera. Les dije que los amaba y que esperaba que un día pudieran aceptarme
con todo lo que soy. Colgué con el pulso tembloroso, sintiéndome sola, pero a
la vez decidida a no retroceder.
En la tienda, las cosas seguían en ebullición. Empezaron a
llegar clientes que pedían consejos directos míos, diciendo que querían ver qué
opinaba la persona que se atrevía a usar la ropa que vendía. A veces me
temblaban las piernas cuando me decían “ponte estos tacones, a ver cómo te
lucen,” pero me animaba a hacerlo y notaba la emoción en sus rostros, como si
fuera una experiencia especial. Llegué a comprender que mi forma de vender no
era solo una habilidad, sino una puerta que abría la mente de mucha gente.
Sin embargo, no todo fue maravilloso. La envidia de algunos
compañeros salió a flote. Empezaron a chismorrear que yo tenía preferencias
indebidas por la ropa costosa, que seguramente manipulaba al resto para
engordar mis comisiones. Una vez, incluso hallé mi locker abierto y revuelto,
con unas burlas escritas en un papel. Estuve a punto de llorar de frustración,
pero Natalia me consoló diciéndome que cada paso hacia el cambio llevaba su
cuota de resistencia y que tenía que ser fuerte. Me abracé a su consejo y seguí
adelante, aunque a veces llegaba a casa agotada emocionalmente.
La campaña llegó a un punto álgido cuando propusimos un
desfile especial en el local, con invitación a la prensa y a influencers de
moda. La idea era mostrar nuestra postura de “la moda no tiene género.” Yo
estaba muerta de miedo, dear, pensando que, si me subía a esa pasarela,
quedaría expuesta ante el mundo, incluidos mis padres y cualquier persona que
quisiera señalarme. Pero Natalia me dijo que ese era el momento de brillar, y
que nuestro concepto se basaba precisamente en la honestidad. Acepté con el
corazón en la mano, intentando creer en mis propias palabras de empoderamiento.
La noche del desfile, me arreglé como nunca antes. Llevaba
un vestido de corte sirena en color borgoña, unos tacones dorados y un peinado
que me dejaba mechones sueltos por el rostro. Además, un maquillaje que
realzaba mis pómulos y mis labios con un tono intenso. Mientras esperaba mi
turno tras bastidores, sentía mi pulso retumbar en los oídos, y tuve que
repetirme varias veces: “Querida, llegaste hasta aquí, no lo arruines ahora.”
Cuando finalmente anunciaron mi nombre y salí a la pasarela, me golpearon los
flashes de las cámaras y un murmullo que no podía descifrar si era asombro o
sorpresa desagradable. Avancé paso a paso, intentando sostener la mirada en un
punto fijo, pero luego volví la vista hacia la gente. Y vi sonrisas, vi
aplausos, vi teléfonos grabando. Sentí que un calor precioso me invadía el
pecho. Estaba haciendo lo que siempre soñé: mostrarme tal cual, con la
elegancia que tanto amaba.
Al terminar el desfile, me recibieron con abrazos y
felicitaciones. Natalia casi lloraba de emoción, diciéndome que había sido una
presentación increíble. Los periodistas me hacían preguntas sobre cómo me
sentía y por qué creía que era importante romper las barreras de género.
Contestaba con la voz temblorosa, afirmando que cada persona debía tener la
libertad de vestir como quisiera, porque la moda es una forma de expresión. Me
pareció irreal, como si estuviera viviendo un sueño después de tantas noches
encerrada en un probador con el temor de ser descubierta.
A la mañana siguiente, las noticias sobre el desfile corrían
por las redes, y nuestra tienda se convirtió en un referente de diversidad e
inclusión. La directiva, que antes estaba indecisa, celebró el éxito y anunció
más iniciativas semejantes. Aunque seguía habiendo críticas y comentarios
ofensivos, el número de clientes encantados y de seguidores en línea superaba
con creces a los haters. Yo me sentía como en una nube de emoción, aunque sin
perder de vista que mi vida personal continuaba con retos. Mis padres, al ver
el suceso, me enviaron un mensaje diciendo que iban a tratar de entenderlo, que
era mucho para asimilar, pero que, al menos, me veían feliz. Fue más de lo que
esperaba, y me sentí un poco más libre para expresarme también con ellos.
Con el tiempo, aprendí que mi historia no era solo mía, sino
la de muchos que alguna vez han sentido el deseo de ponerse en la piel opuesta
a la que la sociedad les asignó. De pronto, recibía correos de personas
desconocidas, agradeciéndome por el valor que los inspiraba. También supe de
gente que comenzó a visitar la tienda porque ya no sentía miedo de ser juzgada
si pedía un vestido estando asignada como hombre al nacer. Eso me conmovía
profundamente. Mis compañeros, aunque no todos se volvieron mis mejores amigos,
al menos me respetaban más. Y la persona que me había hecho daño abriendo mi
locker, al ver la acogida tan positiva, guardó silencio. Quizá entendió que no
tenía sentido pelear contra algo que hacía felices a tantos.
En definitiva, el secreto que creí que me arruinaría la vida
terminó impulsándome hacia una aventura que no había imaginado posible. Ahora,
cuando me pruebo un nuevo conjunto, no lo hago a escondidas en un probador
oscuro. A veces lo hago con las luces encendidas y con Natalia a mi lado,
capturando un pequeño video para la próxima campaña. Y, querido diario
imaginario, cada vez que siento esa tela sobre mi piel, recuerdo cómo empezó todo:
con un temor enorme y unas ansias de expresar mi verdadera esencia. Hoy, puedo
decir con orgullo que encontrar la valentía de vestirme así no solo me abrió
puertas en la boutique, sino también en mi corazón. Miro al espejo y me digo:
“Aha, aquí estás, brillando sin miedo, querida.” Y la vida, de pronto, se
siente tan ligera como la seda de ese vestido que tanto amo.
Comments
Post a Comment